Informe de actuaciones:

En Madrid, a 08 diciembre 2006

Sepulcros blanqueados en paraísos fiscales


Es un hecho: Madrid está en ruinas (y no me refiero sólo a un plano espiritual). El fenómeno es curioso, muy curioso. No obstante, es un tema tan manido que nos da hasta un nosequé abordarlo y tocarlo como lo vamos a tocar. Pero si es que ya lo decía hasta Miguel Mihura, abriendo el primer capítulo de sus tronchantes memorias:

“Cuando yo estaba a punto de nacer, Madrid no estaba inventado todavía, y hubo que inventarlo precipitadamente para que naciese yo y para que naciese otro señor bajito, cuyo nombre no recuerdo en este momento, y que también quería ser madrileño.

La ocurrencia de inventarlo fue de un pastor, llamado Cecilio, que una tarde, cuando paseaba por el campo llevando en brazos a sus ovejas y meciéndolas maternalmente, como entonces hacían los pastores, vio un gran terreno, todo lleno de hoyos, de agujeros, de escombros y de montoncitos de arena.

—Aquí se podría hacer Madrid, para que naciese el señor Mihura y ese otro señor bajito, que nunca me acuerdo cómo se llama, y que también quiere nacer en Madrid —pensó Cecilio.

Y llamó a gritos a otro grupo de pastores, amigos suyos, a los cuales les comunicó su idea, que a todos les pareció maravillosa.

—Efectivamente —dijeron—, Madrid no está inventado todavía y sería un buen negocio inventarlo, porque a la gente lo que le gusta es vivir en Madrid y dejarse de estar en provincias, paseando como una tonta por la calle Nueva o por el Malecón, y venga a bostezar.

—¿Pero no costará demasiado caro? —expuso una oveja, inocente, blanca, llena de ricitos, y con su femenino sentido del ahorro.

—Nada de eso —afirmó Cecilio—. Lo difícil de Madrid es hacerle los agujeros, los hoyos, las cuestas y los montoncitos de arena. Pero como este terreno ya los tiene, lo demás no será complicado.”


Nada más cierto, Madrid no es más que un montón de zanjas y cascotes bautizados con ese nombre. “El escombro es útil”, reza la última campaña institucional, no sin cierta razón perversa. Por eso acudimos de nuevo a la impagable columna de Chispero, un señor opinador donde los haya, un señor de los que reciben, siempre enojados, de doce a dos y de cinco a siete en el despacho de su domicilio particular, para pedirle que nos hable de esas casas encinturadas que arrojan buenamente al arroyo al viandante, y de las tupidas cercas que ocultan los escaparates de ciertos comercios pudibundamente, y de los destripamientos del Metro, y de esas calles que parecen sembradas de tumbas recién abiertas que acabasen de recibir en sus profundos senos los restos mortales de infinidad de ciudadanos abatidos por la peste o el asedio. El asedio de Madrid, que aún continúa, debe de ser...

Que sí; que si la Compañía, que si la Inmobiliaria o que si el Ayuntamiento. Que es que uno por otro no dan abasto. Pero el caso es que no tienen ustedes más que darse un paseo por el centro, entre el repeluzno y la espeluznancia, que diría el chispeante Chispero, para comprobar esta obvia verdad, ya consustancial a la peculiar idiosincrasia de esta ciudad.

Pero este aserto, ya sea dicho en 1941 o en 2006, no tendría ninguna gracia en particular —y conste además que no nos pitorrearíamos tanto de la columna de opinión de un santo varón ya difunto (primero, por respeto a los sepulcros, aunque estén en mitad de la acera; y segundo, porque lo de que “los discursos hay que contextualizarlos en su correspondiente marco histórico” es una justificación que hemos oído ya tantas veces que nos la sabemos de memoria, aunque cada vez estemos más en desacuerdo con ella)—, si no fuera porque, recordemos una vez más, Chispero no es ni más ni menos que el ilustre abuelo de nuestro célebre y celebrado munícipe, don Alberto Ruiz-Gallardón. Y hete aquí la paradoja del artículo en cuestión.

Por cierto, que la recién terminada plaza de Tirso de Molina, aquí debajo de nuestro cuartel general, ya está medio rota: varias bajas entre los bancos de (feísimo) diseño, fijados al suelo con un par de tornillos del siete (no, no los ha arrancado ningún vándalo, se sentó un vejete y catapún), y un desmigado general de la gravilla rojigualda que recubre los alcorques de los pocos árboles que han dejado en pie (ahora veremos lo que duran las fuentecillas de colores). Se ve que los que hicieron (y los que aprobaron) el diseño de la plaza sobre plano no pensaron en cuestiones, al parecer, tan accesorias como su durabilidad, ni en el uso necesariamente rudo y constante que la ciudadanía hace de un espacio público como éste. Es probable, incluso, que en su vida no hayan tenido el gusto o la necesidad de frecuentar mucho los espacios públicos y que hasta les den un pelín de repelús. Pero claro, por otra parte, todo esto implica los consiguientes gastos de reparación dentro de cinco años*. Con su correspondiente nueva “mordida” al presupuesto, por supuesto. Ya saben, el escombro es útil... para unos más que para otros.

En fin, hagan caso del anuncio, vendan sus brillantes... y exíliense con lo que saquen. Si les llega, recomendamos la Polinesia. Un chiringuito de paellas, allí, tiene que rentar. De fijo.

Chispero, por cierto, publicaba su columna en el diario Informaciones. Ésta, en concreto, es del 22 de octubre del 41.


Pdta.: Y si no hay brillantes, cómprense por lo menos unos guantes, que llega el frío por fin. Déjense aconsejar por nuestra estación de radio.


*Cinco años es el tiempo mínimo que determina la ley antes de poder levantar de nuevo una plaza o similar. Justito, justito lo que han tardado en volver a meter caña a la plaza de Agustín Lara, aquí un poco más abajo, en Lavapiés. Cuando inauguraron su anterior reforma, no sé si lo recuerdan, el entonces alcalde Álvarez del Manzano tuvo que huir precipitadamente por la entrada del parking ante la monumental cacerolada de los vecinos.

Fin de la discusión.




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